Por María García Urcola (*)
Invitada Especial en Palabras del Derecho
¿Qué queda cuando baja el agua? Creo que muchos nos preguntamos algo parecido desde hace ya, justo hoy, un año.
Durante varios días creímos que sólo restaba el olor nauseabundo, la podredumbre, esa sorprendente desolación. El desamparo con nombre y apellido, en cada casa, mientras recorríamos el barrio, todavía en la piel esa espantosa sensación de incertidumbre.
La parálisis frente al agua que se llevaba todo y no daba tregua, ¿es eso lo que queda? Las pérdidas, infinitas. La ciudad húmeda. Las calles resignificadas. El hogar que ya no es. La ausencia, de la familia, del Estado, de obras hidráulicas, de ayuda temporánea, de todo. El recuerdo inolvidable de los amores llorando un mes entero. ¿Quedan las marcas?, las visibles, esas que delatan el 2 de abril en cada pared y también esas otras que nos atraviesan por dentro. Justamente, las que nos graban a fuego cosas que ya no vamos a olvidar más.
A mi me va a quedar para siempre esa noche de eterna impotencia, la corbata preferida de mi viejo entre la mugre de la vereda. La cara de mi mamá cuando volvió a entrar en su casa. La habitación de mi hermano llena de barro y brillantina de colores, todas sus preguntas, ¿dónde están mis barcos?, ¿dónde está el escritorio?, ¿seguro que ya no hay agua? El momento del reencuentro y los tres abrazos en los que no puedo pensar sin refregarme los ojos. Todo eso va y vuelve como un péndulo. Olvido y recuerdo, recuerdo y olvido.
Hace unos días escuché hablar al Presidente de la Corte sobre el medio ambiente. Decía que el tema era sumamente trascendente, porque cuando fenómenos climáticos como éste ocurrían, el contrato social parecía desaparecer y toda una sociedad podía volver a épocas remotas. Habló además sobre la importancia de que las acciones políticas dejen de actuar frente a un estímulo, para pasar a ser proactivas, (actuar antes para evitar semejantes consecuencias, o por lo menos, para estar mejor preparados).
Lo escuchaba y me acordaba de esa semana de abril de 2013. En realidad, cualquiera que haya estado ese día en La Plata se tiene que haber sentido, al menos por un minuto, en una película de ciencia ficción.
Y yo me sigo preguntando, ¿qué es lo que queda? ¿Quedan las sentencias, los libros, la poesía?, ¿los diarios sensacionalistas, los videos terribles, las fotos desgarradoras? ¿Queda la tristeza de la ayuda que esperábamos y no llegó?, ¿el lamento por todo lo que perdimos?
¿Quién se atrevería a decir que todo eso ya no está?
Pero nosotros sabemos muy bien, que además queda esa incontable, (y cuando digo incontable, digo incontable de verdad), cantidad de brazos prestados, de sonrisas gratis, de caricias oportunas. Queda toda esa fuerza, imposible de detener, empujando para adelante.
Porque yo aprendí una cosa muy seria, cuando hay que ir para adelante (porque el amor que uno tiene adentro no le permite hacer otra cosa), no te para nadie. El sentimiento es contagioso y de repente tenés enfrente una ciudad entera que renace, que de a poco vuelve a ser hermosa; pero que todavía tiene marcas en miles de paredes. Y cuando esas marcas ya no estén, las otras van a seguir estando.
Y dándome un último permiso en esta humilde catarsis que me ayuda; para mi, ¿saben qué es lo que quedó?, quedamos un montón de personas, vecinos de la misma ciudad, unidos por algo que nos pasó a todos. Que nos acercó, profundamente y para siempre.
En definitiva, como suele suceder con tantas cosas penosas que aquí han ocurrido, creo que lo más importante que nos queda es esta identidad común, colectiva, que nos hace a todos pequeñas partes del gran rompecabezas que es nuestra ciudad. Esa identidad que nos pasa y que construimos todos los días. Pero que por sobre todo, se va a sostener siempre en la memoria.