Por Pablo Martín Labombarda (*)
Invitado Especial en Palabras del Derecho
Invitado Especial en Palabras del Derecho
Hace pocos días la Corte Suprema de Justicia de la Nación, con el fallo dictado en el expediente “D.,M.A s/ declaración de incapacidad” (07/07/15) completó el itinerario que en nuestro país venían marcando la ley 26.529 de Derechos del Paciente en su relación con los Profesionales e Instituciones de la Salud y la ley 26.742, conocida como “Ley de Muerte Digna”. Esta última, cabe recordar, consagró “el derecho que le asiste [a todo paciente] en caso de padecer una enfermedad irreversible, incurable, o cuando se encuentre en estadio terminal, o haya sufrido lesiones que lo coloquen en igual situación, en cuanto al rechazo de procedimientos quirúrgicos, de hidratación, alimentación, de reanimación artificial o al retiro de medidas de soporte vital, cuando sean extraordinarios o desproporcionados en relación con las perspectivas de mejoría, o que produzcan sufrimiento desmesurado, también del derecho de rechazar procedimientos de hidratación y alimentación cuando los mismos produzcan como único efecto la prolongación en el tiempo de ese estadio terminal irreversible e incurable”.
La sentencia de la Corte es minuciosa en la descripción de la situación que atravesaba M.A.D. Se encontraba en estado vegetativo permanente desde hacía poco más de veinte años, requiriendo atención continua para la satisfacción de sus necesidades básicas. Era alimentado a través de una apertura en el intestino delgado, por el que se le administraban los nutrientes por medio de una sonda y no mostraba respuestas de ninguna índole a estímulos externos sonoros o visuales. Esto sin contar las numerosas complicaciones colaterales que experimentó M.A.D. en su salud desde su hospitalización.
Como era de esperar, bastante se ha discutido en los medios de difusión sobre el encuadre del caso y los alcances del fallo. Al fin y al cabo, toda discusión bioética debe estar predispuesta a admitir un pluralismo de juicios individuales y el consiguiente disenso respetuoso y constructivo “entre todas las partes interesadas y dentro de la sociedad en su conjunto” (Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO, art. 2º).
Es en esa miscelánea de ideas que algunas aclaraciones se tornan necesarias. En efecto, diversas voces han esbozado la tesis de que el pronunciamiento de la Corte significaba convalidar entre nosotros una especie de “eutanasia pasiva” o “por omisión”. Otras adujeron que con el cumplimiento de la sentencia M.A.D. estaba condenado a “morir de hambre y de sed”.
Creo que esta confusión es el resultado de la ambigüedad que el transcurso del tiempo fue nutriendo al concepto de eutanasia, favorecida con el universo de clasificaciones que de ella se hicieron y que lejos de aportar claridad, desdibujaron sus límites. Tal es el desconcierto que intentaré brevemente superar en este espacio.
En su conceptualización tradicional y aun admitiendo la conocida clasificación de “eutanasia pasiva” –con la cual, por cierto, tengo serios reparos-, una práctica eutanásica presupone lo siguiente: a) la petición de una persona de que se ponga fin a su vida para evitar el sufrimiento; b) adoptar una conducta “activa” u “omisiva” para arribar a un mismo resultado: la muerte del sujeto. En el primer caso, es conocido el ejemplo de la aplicación de una inyección letal sin producir dolor. El segundo supuesto está representado por el retiro de mecanismos o medicamentos para el mantenimiento de la vida, siempre que esos medios sean indispensables y proporcionados de acuerdo al cuadro clínico de la persona, lo cual hace que el cese de su suministro se exhiba moralmente injustificado.
Nada de esto ocurrió en el caso resuelto por el Alto Tribunal. No hubo acción letal ni actitud indolente de dejar morir. Antes bien, la sentencia encierra en sus argumentos la loable cualidad de permitir que el paciente pudiera culminar su proceso de muerte, según sus deseos y conciencia, testimoniados cabalmente por las personas que más lo conocían. Los vastos informes médicos producidos en la causa fueron esclarecedores en el sentido de que la provisión artificial de nutrientes y líquidos podían representar un paradigma de la llamada “futilidad terapéutica”, figura que se perfila desde la obstinación médica del mantenimiento de la vida en su esfera biológica a cualquier costo, prolongando innecesariamente la agonía del sufriente y menoscabando su dignidad personal como fin en sí mismo.
Varias veces sostuve que es innecesario y hasta inconveniente el intento de encasillar los dilemas bioéticos en prototipos inmutables. Una mínima vicisitud de un caso puede marcar grandes diferencias con otro que al principio se manifiesta como equivalente. Pero si catalogando conceptualmente el caso de M.A.D. puedo echar un poco más de claridad a lo expuesto hasta aquí, entiendo que la situación se aproxima más a lo que se denomina con el neologismo de “ortotanasia” (orthos: “derecho o ajustado a la razón”, thanatos: “muerte”). O sea, un fin adecuado, responsable y natural de la vida, sin encarnizamiento terapéutico y con cuidados paliativos integrales. Tal es, incluso, el rumbo que habrá de continuar el art. 59 inciso “g” del Código Civil y Comercial de la Nación próximo a entrar en vigencia.
En resumen, el pronunciamiento del Alto Tribunal se inscribe en el reconocimiento a nivel judicial del principio bioético de la autonomía de la persona en tanto agente racional y –aunque sea indirectamente- como protagonista decisivo. Desde la óptica constitucional, es un explícito homenaje a la zona de reserva que tenemos como individuos de elegir nuestro plan de cómo vivir -o mejor dicho, cómo morir- sin interferencias de terceros.
Para el final, está claro que no está dentro de los alcances de ninguna ley ni de ningún fallo desplazar el dolor por la pérdida de una vida humana. Pero sí se podría mitigar la angustia si casos como el que resolvió la Corte Suprema no se judicializaran en el futuro. Y en esta clase de trances, lograr un poco de sosiego en el espíritu y en la conciencia, no es poco.
La sentencia de la Corte es minuciosa en la descripción de la situación que atravesaba M.A.D. Se encontraba en estado vegetativo permanente desde hacía poco más de veinte años, requiriendo atención continua para la satisfacción de sus necesidades básicas. Era alimentado a través de una apertura en el intestino delgado, por el que se le administraban los nutrientes por medio de una sonda y no mostraba respuestas de ninguna índole a estímulos externos sonoros o visuales. Esto sin contar las numerosas complicaciones colaterales que experimentó M.A.D. en su salud desde su hospitalización.
Como era de esperar, bastante se ha discutido en los medios de difusión sobre el encuadre del caso y los alcances del fallo. Al fin y al cabo, toda discusión bioética debe estar predispuesta a admitir un pluralismo de juicios individuales y el consiguiente disenso respetuoso y constructivo “entre todas las partes interesadas y dentro de la sociedad en su conjunto” (Declaración Universal sobre Bioética y Derechos Humanos de la UNESCO, art. 2º).
Es en esa miscelánea de ideas que algunas aclaraciones se tornan necesarias. En efecto, diversas voces han esbozado la tesis de que el pronunciamiento de la Corte significaba convalidar entre nosotros una especie de “eutanasia pasiva” o “por omisión”. Otras adujeron que con el cumplimiento de la sentencia M.A.D. estaba condenado a “morir de hambre y de sed”.
Creo que esta confusión es el resultado de la ambigüedad que el transcurso del tiempo fue nutriendo al concepto de eutanasia, favorecida con el universo de clasificaciones que de ella se hicieron y que lejos de aportar claridad, desdibujaron sus límites. Tal es el desconcierto que intentaré brevemente superar en este espacio.
En su conceptualización tradicional y aun admitiendo la conocida clasificación de “eutanasia pasiva” –con la cual, por cierto, tengo serios reparos-, una práctica eutanásica presupone lo siguiente: a) la petición de una persona de que se ponga fin a su vida para evitar el sufrimiento; b) adoptar una conducta “activa” u “omisiva” para arribar a un mismo resultado: la muerte del sujeto. En el primer caso, es conocido el ejemplo de la aplicación de una inyección letal sin producir dolor. El segundo supuesto está representado por el retiro de mecanismos o medicamentos para el mantenimiento de la vida, siempre que esos medios sean indispensables y proporcionados de acuerdo al cuadro clínico de la persona, lo cual hace que el cese de su suministro se exhiba moralmente injustificado.
Nada de esto ocurrió en el caso resuelto por el Alto Tribunal. No hubo acción letal ni actitud indolente de dejar morir. Antes bien, la sentencia encierra en sus argumentos la loable cualidad de permitir que el paciente pudiera culminar su proceso de muerte, según sus deseos y conciencia, testimoniados cabalmente por las personas que más lo conocían. Los vastos informes médicos producidos en la causa fueron esclarecedores en el sentido de que la provisión artificial de nutrientes y líquidos podían representar un paradigma de la llamada “futilidad terapéutica”, figura que se perfila desde la obstinación médica del mantenimiento de la vida en su esfera biológica a cualquier costo, prolongando innecesariamente la agonía del sufriente y menoscabando su dignidad personal como fin en sí mismo.
Varias veces sostuve que es innecesario y hasta inconveniente el intento de encasillar los dilemas bioéticos en prototipos inmutables. Una mínima vicisitud de un caso puede marcar grandes diferencias con otro que al principio se manifiesta como equivalente. Pero si catalogando conceptualmente el caso de M.A.D. puedo echar un poco más de claridad a lo expuesto hasta aquí, entiendo que la situación se aproxima más a lo que se denomina con el neologismo de “ortotanasia” (orthos: “derecho o ajustado a la razón”, thanatos: “muerte”). O sea, un fin adecuado, responsable y natural de la vida, sin encarnizamiento terapéutico y con cuidados paliativos integrales. Tal es, incluso, el rumbo que habrá de continuar el art. 59 inciso “g” del Código Civil y Comercial de la Nación próximo a entrar en vigencia.
En resumen, el pronunciamiento del Alto Tribunal se inscribe en el reconocimiento a nivel judicial del principio bioético de la autonomía de la persona en tanto agente racional y –aunque sea indirectamente- como protagonista decisivo. Desde la óptica constitucional, es un explícito homenaje a la zona de reserva que tenemos como individuos de elegir nuestro plan de cómo vivir -o mejor dicho, cómo morir- sin interferencias de terceros.
Para el final, está claro que no está dentro de los alcances de ninguna ley ni de ningún fallo desplazar el dolor por la pérdida de una vida humana. Pero sí se podría mitigar la angustia si casos como el que resolvió la Corte Suprema no se judicializaran en el futuro. Y en esta clase de trances, lograr un poco de sosiego en el espíritu y en la conciencia, no es poco.
(*) Abogado, especialista en Derecho Civil en la Universidad Nacional de La Plata y diploma superior en bioética en la FLACSO.
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