martes, 29 de mayo de 2018

El iceberg de los derechos humanos: una materia a ser interpretada

Por Joaquín Pablo Reca (*)
Invitado especial en Palabras del Derecho


I. Introducción

El hombre, como centro de la sociedad y razón de ser del Estado es titular real o potencial de todos y cada uno de los derechos que pueden ser vinculados a la persona humana, y en consecuencia, más allá del alcance e importancia de las declaraciones de derechos; aún a falta de ellas, el hombre resultaría poseedor de todas las facultades que pudieran aparecer, sin perjuicio de las limitaciones legalmente admisibles. Los instrumentos que describen los derechos humanos son meramente ejemplificativos.

Para llegar a tal conclusión ha de partirse de la premisa contenida en nuestra Constitución, que sostiene que las acciones de los hombres que no afecten el orden público ni perjudiquen a terceros caen fuera de la égida del estado (art.19 C.N.); y en los instrumentos internacionales, referidas a que: “Los derechos de cada persona están limitados por los derechos de los demás, por la seguridad de todos y por las justas exigencias del bien común en una sociedad democrática” [1].

De ello se extrae que toda acción que no perjudique a terceros, ni ponga en peligro la seguridad común no sólo está permitida, sino que, además, no podrá ser afectada bajo ningún concepto, desde que el Estado, en principio, carece de potestades para reglamentar más allá de tales supuestos. En ningún caso, los intereses estatales podrán hacerse valer por sobre los de los habitantes, salvo en cuanto tiendan a preservar la seguridad general; y por supuesto que tampoco podrán anteponerse las necesidades de ningún gobierno al pleno ejercicio de los derechos.

II. Vallado a las potestades estatales: declaraciones escritas en materia de derechos humanos 

Podría pensarse que resulta absolutamente innecesario y sobreabundante el consignar los derechos en textos escritos, toda vez que, aún cuando ellos no existieran, el individuo igualmente se encontraría protegido por la norma general que estatuye su titularidad potencial de todos y cada uno de los derechos.

Si bien eso último resulta acertado, no puede negarse la utilidad de contar con catálogos que los describan con la mayor minuciosidad posible, toda vez que la historia demuestra la común resistencia del estado a admitir y respetar las potestades de los particulares, pese –muchas veces- a hallarse plasmadas en prolijas declaraciones.

La referida conveniencia debe ser evaluada, teniendo siempre presente que: “la Declaración de los Derechos Humanos que realiza un Estado o una Comunidad Regional o Internacional, es un reconocimiento de los mismos, no los constituye, porque su constitución se apoya en la existencia humana. Podemos reclamar tal declaración, porque tiene un sólido fundamento, más allá de la norma escrita. Se tenga o no ésta, cabe siempre reclamar su respeto y su promoción, sin perjuicio de que aquel reconocimiento le añada certeza y le asegure (ojalá) su más efectivo cumplimiento”.

Tales instrumentos describen no sólo los derechos, sino también las garantías que no son otra cosa, que métodos o instrumentos para hacer efectivo el mejor resguardo de aquellos. Así, la libertad ambulatoria aparecerá custodiada por el hábeas corpus y todas las obligaciones impuestas al Estado para la sustanciación de procesos penales; los restantes derechos serán protegidos mediante el amparo y el libre acceso a los tribunales para conseguir su reconocimiento.

Un dato a tener en cuenta es que, los documentos en cuestión permiten la formulación de un vallado infranqueable para las potestades del Estado que no podrá avanzar sobre los principios así descriptos.

Los compendios de derechos poseen una mayor efectividad si, como sucede en nuestro orden jurídico, provienen de fuentes distintas, externas (regionales o internacionales), toda vez que, además de insertarnos en el esquema universal de los derechos humanos, crean mecanismos de control ajenos al propio Estado, y por ende, no manipulables por él. Esto es lo que sucede actualmente con la Comisión y la Corte Interamericana de Derechos, con referencia al Pacto de San José de Costa Rica; y con el Comité de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en relación al Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos.

La interpretación de los documentos descriptivos de derechos debe hacerse con carácter extensivo, amplio, admitiendo el hecho de que puedan surgir otros no incluidos en el catálogo, o que los que están puedan poseer un alcance superior al que podría indicar su formulación.

III. Presunciones en el campo de los derechos humanos: operatividad

Uno de los temas más estudiados y discutidos por los constitucionalistas ha sido la coexistencia de dos grandes clases de disposiciones.

Las primeras son las llamadas disposiciones “operativas”, las cuales resultan de aplicación inmediata, razón por la cual algunos doctrinarios las denominan “auto-ejecutivas” o self-executing en el derecho comparado (derecho norteamericano), pudiendo hacerse valer ante un tribunal sin otra norma que precise su contenido o alcance. En nuestro ordenamiento jurídico no resulta necesaria la sanción de ninguna ley para efectivizar el derecho de los habitantes a que no se les imponga la pena de muerte (art.4.3 C.A.D.H.) ni a que se respete su libertad de conciencia y religión (art.12 C.A.D.H.), o de pensamiento y expresión (art.13 C.A.D.H.), etc.

El otro grupo de disposiciones normativas, son las denominadas “programáticas”. Éstas necesitan un panorama concreto, que es otorgado por directivas para su posterior aplicación. Le imponen al legislador la obligación de dictar las leyes que permitan efectivizar el derecho en cuestión.

La “programaticidad” presenta varios supuestos, según el grado de precisión de la descripción hecha por la norma, o los condicionamientos por ella misma establecidos para su vigencia.

Hay previsiones que requieren para su implementación de la existencia de circunstancias de hecho determinadas para poder ser desarrolladas y puestas en vigencia; y mientras tales condiciones no se den en el plano fáctico, carecen de toda posibilidad de ser implementadas[2].

Otras presentan formulaciones dirigidas no al intérprete, sino al legislador, imponiéndole el dictado de normas que hagan regir efectivamente el derecho de que se trate, indicándole un determinado contenido[3].

Por último, aparecen mandatos claramente dirigidos al órgano legislativo que obligan a éste, no sólo a dictar una ley de implementación, sino que también le imponen fijar su contenido y alcance[4].

Para determinar si una norma es operativa o programática, deberá estarse principalmente a su formulación gramatical; a quién se halla dirigida; el tipo y tiempo de verbo empleado, etc. Así se expresa que: “la ley debe” o “la ley deberá” reconocer tal o cual derecho, nos hallaremos ante una previsión programática; pero no será así cuando se aluda a que las personas “tienen” derechos sujetos a “las limitaciones prescriptas por la ley”, o “las condiciones que establezca la ley”, o “según las formas establecidas por la ley”, etc. En este último supuesto, la norma indica, a través del tipo y tiempo de verbo (“tiene”) que el individuo es poseedor de un derecho vigente, y que el legislador puede fijar las condiciones de tiempo y modo imprescindibles para asegurar su adecuado ejercicio, sin desnaturalizarlo.

Las normas en materia de derechos humanos corren con la presunción de operatividad. Así fue admitido desde antaño por la Corte Suprema de Justicia, especialmente a partir del caso “Siri”, en cuanto sostuvo que: “…las garantías individuales (léase en lenguaje actual derechos humanos) existen y protegen a los individuos por el sólo hecho de estar consagrados por la Constitución e independientemente de las leyes reglamentarias, las cuales sólo son requeridas para establecer “en qué casos y con qué justificativos podrá procederse a su allanamiento y ocupación”, como dice el art. 18 de la Constitución a propósito de una de ellas”, para agregar a renglón seguido, citando a Joaquín V. González que: “No son, como puede creerse…simples fórmulas teóricas: cada uno de los artículos y cláusulas que las contienen poseer fuerza obligatoria para los individuos, para las autoridades y para toda la Nación. Los jueces deben aplicarla en plenitud de su sentido, sin alterar o debilitar con vagas interpretaciones o ambigüedades la expresa significación de su texto, porque son la defensa personal, el patrimonio inalterable que hace de cada hombre, ciudadano o no, un ser libre o independiente”. Contemporáneamente ha agregado que: “Es consecuencia de esta distinción (entre Tratados y Tratados en materia de Derechos Humanos) la presunción de operatividad de las normas contenidas en los Tratados Internacionales sobre Derechos Humanos". Esta lógica de la Corte encuentra su basamento en el “deber” de respetar los derechos del hombre, axioma central del Derecho Internacional de los Derechos Humanos.

En la misma línea de razonamiento se erige la Corte Interamericana de Derechos Humanos la cual ha sostenido que: “El sistema mismo de la Convención está dirigido a reconocer derechos y libertades a las personas y no a facultar a los Estados para hacerlo”.

Más, la circunstancia de hallarnos frente a una norma programática no implica que carezca de cualquier efecto, sino que, por el contrario, pueden extraerse varias consecuencias. La primera de ellas es que la disposición impide la adopción, por el Estado, de normas que se opongan al mandato o plan contenido en aquella, puesto que de lo contrario se estaría desconociendo el programa.

En segundo término, si el mandato normativo aparece claro, el intérprete estará obligado a seguirlo al escudriñar el sentido de otras normas.

Por último, se ha sostenido que el órgano legislativo queda emplazado de poner en marcha el plan esbozado en la norma que un plazo razonable, lo que ha sido reconocido por la Corte con relación expresa a los tratados en materia de derechos humanos, al decir que: “…la violación de un tratado internacional puede acaecer…por la omisión de establecer disposiciones que hagan posible su cumplimiento[5].

No debe aquí perderse de vista que en materia de interpretación de derechos humanos, rige el principio “in dubio pro libertate” o “favor libertate” que posee diversas acepciones dado que, además de reforzar la presunción de operatividad de las normas que los contienen, propicia la adopción de las soluciones que mejor y más ampliamente coordinen los derechos de los individuos; y por otra parte, indica que, cuando se plantea el crudo dilema de todas las sociedades modernas entre las potestades estatales y facultades de los individuos; entre seguridad y libertad, debe adoptarse una solución que en ningún caso conculque los intereses de la persona humana.

En síntesis, siempre ante cualquier incertidumbre que se plantee en el proceso interpretativo, habrá de escogerse la solución que resulta más próxima al pleno ejercicio de los derechos del hombre.

IV. Titularidad de los derechos humanos: ¿destinatarios indiscriminados?

El derecho presupone la existencia de una vida en sociedad, de convivencia, puesto que aquel sólo resulta necesario como regulador, cuando entre en juego más de una persona. Esto trae aparejada la necesidad de determinar quién puede ser titular de derechos humanos y frente a quién los hace valer, o quién interviene en una relación de derechos humanos.

No puede saber ninguna duda que el hombre es esencialmente el titular de la clase de potestades que nos ocupa.

En relación al Estado como tal, debemos aclarar que si bien goza de ciertos derechos propios de las personas, tal extremo no la convierte en una. Es por tal motivo, que no debemos circunscribirlo como destinatario de los derechos humanos, por el simple hecho de carecer de caracteres humanos. Sería un grave error tergiversar el rol del Estado en la materia susodicha, el cual debe actuar no como titular de los mismos, sino como impulsor y garante. Es esta tesitura lo enmarcan tanto, los Tratados Internacionales, como así también, la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Más dudoso es el caso de las sociedades o asociaciones civiles; comerciales; gremiales o políticas. Hay quien ha entendido que al estar integradas por personas, los entes colectivos, en la medida que le es admitida la titularidad de ciertos derechos análogos a los de aquellas, podrán ser reconocidos como derechos humanos. Sin dejar de reconocer que tal doctrina aparece inspirada en la intención de dar la mayor cobertura posible al ser humano en sus múltiples actividades dentro de la sociedad; y también de admitir que es un derecho del hombre el de asociarse libremente con fines lícitos, pero tampoco puede ignorarse que la lectura de los instrumentos existentes en materia de derechos humanos parecen indicar con claridad que los catálogos están referidos a hombres, e incluso el más importante de ellos se identifica claramente al sujeto activo diciendo “Para los efectos de esta Convención, persona es todo ser humano”.

El problema de la determinación del titular de los derechos humanos resulta fundamental en el proceso interpretativo, puesto que de la respuesta que se dé al interrogante, dependerá si una persona jurídica está autorizada a exigir una obligación determinada por parte de alguien, con base en los Instrumentos Internacionales que los describen.

Así como en principio, sólo el hombre puede ser titular de derechos humanos, igualmente pareciera que sujeto pasivo de la relación (o sea frente a quien pueden hacerse valer) sería cualquiera, el Estado u otra persona física o jurídica.

No puede existir duda en cuanto a que determinados derechos y garantías tienen como único obligado posible al Estado. Así, a sólo título ejemplificativo, pueden mencionarse la prohibición de reimplantar la pena de muerte; las garantías judiciales; el principio de legalidad y de retroactividad de la ley penal más benigna, etc.

En otros supuestos, el sujeto pasivo puede ser un individuo o una sociedad, como podría acaecer si la vida o la integridad corporal es afectada por el accionar de personas o grupos de ellas no vinculadas al Estado. Pero en materia de derechos humanos, siempre éste resultará obligado en forma directa, indirecta o eventual, desde que: “El deber de los Estados de garantizar el libre ejercicio de los derechos reconocidos por la Convención implica la obligación de tomar todas las medidas necesarias para remover los obstáculos que puedan impedir el disfrute de tales derechos”.

Esta obligación que convierte al Estado en sujeto pasivo de toda relación de derechos humanos está puesta en cabeza del órgano judicial y ha sido admitida por la Corte Suprema de Justicia de la Nación.

V. Intérpretes

Es por demás evidente que la interpretación de textos normativos no se halla necesariamente velada a persona alguna, y de hecho, tal operación intelectual es llevada normalmente a cabo diariamente por el habitante, el abogado, el jurista, el estudiante, etc.

Sin embargo, resulta imprescindible para comprobar la vigencia real de un sistema de derechos humanos el conocer la jurisprudencia de los tribunales puesto que, sus decisiones reflejarán el grado de adaptación de una sociedad a los parámetros de aquél en un momento dado de su historia.

Nuestra Corte Suprema de Justicia, con específica referencia al Pacto de San José de Costa Rica, ha admitido que la interpretación del mismo debe: “Guiarse por la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos[6]. Ello viene a reafirmar el carácter supraconstitucional del sistema implementado a partir del instrumento antes mencionado.

En consecuencia, más allá del andamiaje teórico, para la existencia en la realidad cotidiana de un sistema que resguarde y desarrolle la personalidad del hombre a partir del amplio respeto de sus derechos fundamentales es menester contar con un Poder Judicial fuerte e independiente que adopte una firme postura en defensa de tales principios.

Sólo de esta manera se ha de lograr el objetivo expresado en el Preámbulo de la Convención Americana “…de consolidar en este continente, dentro del cuadro de las instituciones democráticas, un régimen de libertad personal y de justicia social, fundado en el respeto de los derechos esenciales del hombre”.

VI. Conclusión

Los derechos humanos pueden tener un piso mínimo (derivado del contenido de las declaraciones formales), pero carecen de techo conocido, puesto que el devenir histórico puede ampliar los horizontes actuales, incorporando nuevas potestades, como ha venido acaeciendo hasta el presente.

Por el contrario, la Constitución Política reglamenta puntillosamente las facultades del Estado, de cada uno de sus órganos y las funciones a ellos atribuidas; y tales previsiones configuran el techo por sobre el cual carece de competencia para intervenir. El hombre ha delegado determinados poderes, pero sólo los indispensables para que pueda conseguir los fines para los cuales fuera creado, o sea, lograr el goce de los derechos de los habitantes en un pie de igualdad, conseguir su desarrollo material e intelectual, y aportar la seguridad.

En consecuencia, las facultades estatales han de ser interpretadas en forma restrictiva, siempre que puedan interferir o rozar derechos humanos. En este supuesto, sólo tendrá potestades para reglamentar cuando expresamente se le confiera y siempre que el ejercicio del derecho por parte del individuo, pueda afectar a terceros, a la seguridad o bienestar de la comunidad. Nunca la limitación podrá estar fundada en intereses momentáneos de un gobierno o de un grupo dentro de la sociedad; sino que deberá estar basada en una mejor coordinación para asegurar el ejercicio de los derechos humanos a todos en un pie de igualdad.

De esta manera entiendo que, el Estado en materia de derechos humanos puede intervenir mínima y exclusivamente como ordenador de la coexistencia social; carece en esta materia de facultades implícitas; está obligado como sujeto pasivo de derechos a adoptar todas las medidas para otorgar operatividad a aquellos derechos que lo requieran y le está vedado intervenir en toda oportunidad en que el legítimo ejercicio de un derecho humano no interfiera con el de un tercero. También la responsabilidad del Estado se extiende la obligación de adoptar medidas reales y efectivas para garantizar el goce de los derechos humanos por parte de las personas sometidas a su jurisdicción, removiendo los obstáculos que pudieran presentarse.

Aparecen importantes limitaciones a las potestades estatales al estar vedado intervenir en referencia a acciones de los hombres que no produzcan daños a terceros (reales o potenciales; actuales o inminentes), ni interfieran el legítimo ejercicio del derecho de otro.

No obstante, se admite que el Estado posee facultades para reglamentar derechos de los habitantes en función del bien común. Es posible entender el bien común…como un concepto referente a las condiciones de la vida social que permiten a los integrantes de la sociedad alcanzar el mayor grado de desarrollo personal y la mayor vigencia de los valores democráticos. En tal sentido, puede considerarse como un imperativo del bien común la organización de la vida social en forma que se fortalezca el funcionamiento de las instituciones democráticas y se preserve y promueva la plena realización de los derechos de la persona humana….No escapa a la Corte, sin embargo, la dificultad de precisar de un modo unívoco los conceptos de “orden público” y “bien común”,…A este respecto debe subrayarse que de ninguna manera podrían invocarse…como medios para suprimir un derecho garantizado…o para desnaturalizarlo o privarlo de contenido real…Esos conceptos, en cuanto se invoquen como fundamento de limitaciones a los derechos humanos, deben ser objeto de una interpretación estrictamente ceñida a las “justas exigencias” de “una sociedad democrática” que tenga en cuenta el equilibrio entre los distintos intereses en juego y la necesidad de preservar el objeto y fin de la Convención.




(*) Abogado, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de La Plata (U.N.L.P.); agente judicial de la Secretaría de Demandas Originarias y Contencioso Administrativo (S.C.B.A.); estudiante de la Maestría de Derechos Humanos de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de La Plata (U.N.L.P.); participante de la Clínica de Derechos Humanos de la Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales (U.N.L.P.).
[1] Convención Americana de Derechos Humanos, art. 32.2; en análogo sentido Declaración Americana, art. XXVIII; Declaración Universal, art. 29.2; Pacto Internacional de Derechos Económicos Sociales y Culturales, art. 4.
[2] Es el caso del artículo 26 de la C.A.D.H., que establece el desarrollo progresivo de los derechos económicos, sociales y culturales, “en la medida de los recursos disponibles”.
[3] Por ejemplo, art.17.4 y 17.5, C.A.D.H.; art.20, P.I.D.C.P.
[4] Por ejemplo, art. 19, C.A.D.H. y 24.1 del P.I.D.C.P. En la actualidad, tales derechos han sido precisados adecuadamente a partir de la ratificación por nuestro país de la Convención Sobre los Derechos del Niño (aprobada por ley 23.338), que conforme el art. 75 inc. 22 de la C.N., posee jerarquía constitucional.
[5] C.S.J.N. fallo Ekmekdjian c/ Sofovich cit.; y nota de Bidart Campos, Germán J.; El “adentro” y el “afuera” del derecho de réplica, ED del 25-8-92, especialmente cap. III, párr.9.
[6] C.S.J.N. Casos Ekmekdjian c/ Sofovich, especialmente consid. 21 y Giroldi, puntualmente consid. 11.
Referencias bibliográficas: Bidart Campos, Germán J. “Tratado elemental de Derecho Constitucional Argentino”. Editorial Ediar, 1995. Buenos Aires, páginas 88 y Bidart Campos, Germán J. y Herrendorf, Daniel E. “Principios de Derechos Humanos y Garantías”. Editorial Ediar, 1991. Buenos Aires, pág. 105, 147.

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